jueves, 13 de agosto de 2015

UNA PESADA SOMBRA

Belisario Velasco



Hágase lo que se haga, parece que nada consiguiera mejorar la sintonía de la Nueva Mayoría. Se han ensayado cambios de gabinete, ajustes programáticos y, últimamente, un cónclave que buscaba conciliar las diferencias. Pero los esfuerzos han resultado infructuosos. No bien se pone en marcha un nuevo ejercicio de restablecimiento de confianzas, y ya se activa el virus del conflicto y la división. Saltan a la luz pública declaraciones disonantes y altisonantes que, por lo general, no han sido planteadas en los foros que corresponde, ni sus titulares representan necesariamente las legítimas vocerías. Es cuando se hace sentir la incertidumbre y el desconcierto.

Aunque en el último tiempo esta práctica se ha vuelto persistente, acompaña al gobierno desde su instalación en marzo de 2014. Pero sus causas son anteriores. Obedecen a la pesada sombra de las dos almas de la Concertación que se proyecta sobre el corazón de la Nueva Mayoría. Es la reedición de la vieja pugna entre autocomplacientes y autoflagelantes, superada y sepultada en el pasado: primero, porque a la derecha, sector que aspiraba a gobernar al menos ocho años, el país sólo le dio una breve administración de cuatro años; segundo, por la nueva etapa que inauguraron las movilizaciones sociales de 2011, capaces de desnudar la crisis de representación que padecía nuestra democracia; y, tercero, por el aplastante triunfo de la presidenta Bachelet y de su propuesta de reformas profundas que, ni sus más acérrimos detractores se han atrevido a deslegitimar.

Esto se tradujo en un cambio del discurso político que convirtió en rémoras del pasado el consenso de Washington, la democracia de los acuerdos, la fiebre anticomunista y, naturalmente, a sus propios heraldos.

Hoy esas dos almas quisieran reencarnarse en los dos términos del binomio realismo sin renuncia con que ha sido bautizada la segunda etapa del gobierno: «los realistas», partidarios de reformas moderadas por los consensos con la derecha, y «los que no renuncian al programa» amparados en la mayoría conquistada en las urnas. Pero no existe tal dilema, si bien desde el comienzo del gobierno se ha buscado recrear dicha pugna.

Aún resuenan expresiones tales como frenesí legislativo, amenaza de estatización de la educación, derecho a introducir matices políticos, imputaciones hegemónicas a la izquierda, fecha de caducidad de la coalición y desacralización del programa, vertidas durante los primeros seis meses para moderar la celeridad y profundidad del programa. Y así fue como palabras sacaron palabras. Pero, a pesar suyo, y de los conflictos abiertos, todavía en septiembre del año pasado las reformas del gobierno concitaban adhesión y la Presidenta declaraba estar dispuesta a sacrificar su popularidad por el éxito del programa. Para entonces había estallado Penta y sus esquirlas, unidas a los casos Caval, Soquimich y otros, empezaban a impactar a toda la clase política.

Se acusa a la Nueva Mayoría de voluntarismo por no haber previsto el escenario económico. ¿Realmente la coalición no previó este riesgo? Olvidan, especialmente quienes gustan de la política líquida, de compromisos y memorias flexibles, volubles e inestables, que desde 2012, durante las primarias y en la elección presidencial de 2013, la economía ya mostraba signos de desaceleración, como más tarde lo confirmarían los ministros de Economía y de Hacienda, Luis Felipe Céspedes y Alberto Arenas. Por consiguiente, la marcha de la economía, esgrimida como el gran condicionante de las reformas, no pudo haber estado ausente en el diagnóstico, menos aún en quienes colaboraron en el programa de gobierno para convertirse, luego, en sus principales detractores. Tampoco pudieron haber ignorado el funcionamiento del Estado quienes durante décadas contribuyeron a su modernización.

Este modo de entender las cosas sólo podía conducir a una suerte de profecía auto-cumplida, donde la predicción de la crisis es la causante de provocar la crisis: como las reformas están mal formuladas, entonces freno las reformas y, luego, denuncio su fracaso.

El problema no es sólo económico, sino también político, y tiene dos aristas que deben ser limadas con urgencia. Por una parte, frente a la ausencia de una oposición fuerte y empoderada de su rol —y nunca la derecha había estado más débil que ahora— éste ha sido asumido por sectores liberales y conservadores que operan en el seno del gobierno y de su coalición dificultando la cohesión orgánica y la eficacia estratégica del conglomerado. Y por otra parte, los hechos de corrupción que desde septiembre vienen involucrando también a personeros oficialistas y cuya erradicación ha seguido cauces puramente judiciales, ha generado un estado de malestar y de desmovilización que se manifiesta en los más bajos índices de apoyo a las autoridades, a los partidos políticos y a las instituciones.

La presidenta Bachelet se impuso con el 62 por ciento de los votos. Estos constituyen casi dos tercios del respaldo ciudadano a un programa de transformaciones que prometía educación pública, gratuita y de calidad, una reforma tributaria que la financiara, y unas leyes laborales que garantizaran el mayor equilibrio de las relaciones entre capital y trabajo.

Dicho programa fue refrendado en forma abrumadora en las primarias de 2013, y después fue respaldado por todos los partidos de la Nueva Mayoría, y por aquellos que, como Fuerza Pública, terminaron alineándose con la oposición. Desde entonces no ha habido una elección popular que cambie la adhesión al programa constituido en mandato del gobierno y de los partidos oficialistas. No podemos ser los Donald Trump de la política chilena, que ante cualquier obstáculo inventa una fórmula mágica.

Corrigiendo sus imperfecciones, como lo está haciendo el Ejecutivo, procede acatar el compromiso asumido con el programa de gobierno, pues expresa el anhelo de los sectores más desprotegidos y vulnerables de nuestro país. Quienes durante dos años hemos defendido este programa —y la coalición y el gobierno que lo hacen posible— pensamos que es la salida política a situaciones prerevolucionarias no exentas de violencia, como aquellas que incuban la frustración y la desconfianza colectivas. Por eso, entendemos que renunciar a este programa significaría abdicar un mandato legítimo y renunciar a ofrecerle un cauce razonable a los conflictos latentes.

En Chile impera un régimen presidencial y, a menos que reformemos la Constitución, los titulares de Interior y Hacienda, excelentes secretarios de Estado, no detentan el cargo de Primer Ministro jefe del Ejecutivo. Ambos están subordinados a la jerarquía y autoridad de la Presidenta de la República en quien descansa la función de fijar la gradualidad, prioridad y oportunidad de la gestión gubernamental. Nadie, sino al precio de fuertes desajustes, puede tomar el atajo de utilizar a los jefes de cartera para imponer sus objetivos.

Desde luego, las diferencias de fondo no serán resueltas durante este gobierno. Nadie puede pretenderlo. Pero en la medida que la oposición se fortalezca, ojalá en torno a fuerzas renovadas, los grupos vicarios perderán vigor en la centroizquierda permitiendo que se proyecte como una alianza sólida y estable. Mientras tanto, tenemos el deber de afianzar la gobernabilidad democrática indispensable a una coalición que aún tiene mucho que aportar al país.