martes, 19 de marzo de 2013

LOS LIMITES DEL PODER

Rodolfo Fortunatti



Ninguna de las opiniones vertidas durante los últimos comicios de la Democracia Cristiana, cobra una importancia más decisiva que la difundida por su presidente, Ignacio Walker, en defensa de su triunfo. El senador, interpelado por el diputado Aldo Cornejo, su más fuerte contendor, dijo que «hay un estado democrático de derecho en la Democracia Cristiana». La imprecisa expresión —pues un partido político, salvo en los regímenes totalitarios, jamás puede ser conceptuado como un Estado, dotado de soberanía y del monopolio de la violencia—, debe ser entendida como una metáfora para afirmar las otras dos características: el ser un partido democrático y el estar regido por normas.

La democracia y el imperio de normas tienen un valor aún más determinante de lo aparente en el partido de Frei, Leighton, Tomic y Palma, donde la primera, según la tradición heredada de Jacques Maritain, ha sido sublimada como una fe secular, esto es, ya no sólo como un procedimiento, sino como una creencia firme que precisa ser defendida de las amenazas que no cejarán de oponerle sus herejes políticos. Y es aún más determinante en boca del senador Walker, para quien la única democracia realmente existente, incluso frente a las vigorosas estructuras de la vida en común, es la democracia de las instituciones, es decir, de las regulaciones normativas.

Sin embargo, sabemos que como fe secular la democracia puede quedar relegada a una vana proclama de principios, puesto que la fe es algo personal que nadie está en condiciones de objetar sin desprecio por la persona que dice tenerla. Como procedimiento, en cambio, la democracia impone el estricto cumplimiento de reglas cuya transgresión es susceptible de ser positivamente perseguida por tribunales internos y externos de justicia, pues las colectividades políticas se rigen por ordenamientos administrativos y poseen orgánicas sujetas a la ley de partidos políticos y, en último término, a la Constitución de la República.

Dos procedimientos cruciales para el funcionamiento de la democracia partidaria son el padrón de militantes y el estatuto. El padrón de militantes, más que un registro público —y el Servicio Electoral es quien lleva este archivo—, constituye la norma que define quiénes son los miembros de la colectividad. El padrón responde a la pregunta acerca de los límites del nosotros los democratacristianos. Es la primera seña de identidad. Indica cuántos somos, de dónde somos, qué hacemos, qué ciudadanía poseemos y, en consecuencia, expresa claramente a quiénes se les reconoce el estatus de democratacristiano. Dicho estatus, por cierto, no es una donación, sino que debe ser pedido en un acto de voluntad libre, a menudo solemne, de la persona. El otro procedimiento es el estatuto, que fija el contenido de esta pertenencia a través de la declaración de principios. El estatuto señala qué finalidades tiene la búsqueda del poder político en el partido, y determina quiénes y cómo deben ejercer el poder político en él. Establece las reglas básicas para la formación de la política. De entrada, la regla del sufragio universal, por la cual todo militante tiene el derecho a expresar su opinión a través del voto y a elegir a través de él a quien representa su opinión. Luego, la regla de la igualdad que le reconoce el mismo valor a cada voto. La regla de la libertad de concurrir con su preferencia a la formación de una voluntad colectiva, y de adherir a tendencias que organicen las preferencias. La regla del pluralismo que le garantiza a todo militante la posibilidad de elegir entre diversas alternativas. La regla del consenso de la mayoría, que otorga la primera opción a quien consigue el mayor número de preferencias entre las ofertas en juego. Por último, la regla del disenso que impide a la mayoría limitar los derechos de la minoría, incluso, y en igualdad de condiciones, los de constituirse en mayoría.

En este sentido, el padrón y el estatuto son instrumentos de la democracia interna que fijan los límites del poder, de cualquier poder —político, económico, cultural, social—  dentro del partido. De ello deriva que, mientras más amplía sea la democracia partidaria, más reducida será la esfera del poder, o sea, el espacio discrecional de influencia que permite a unos imponer su voluntad a otros. De este modo, la democracia busca amparar a los débiles contra el poder de los fuertes. Es lo que precisamente hace que un partido sea una verdadera comunidad de hombres y mujeres libres. Por eso, el padrón y el estatuto partidario, pacto social por el cual se funda la Democracia Cristiana, son bienes irrenunciables, exigibles y cuya defensa debe ser emprendida sin vacilaciones, pues se refieren a la esencia de la organización: su supervivencia.

Cuando, en medio del proceso electoral, el secretario nacional del partido explica que la colectividad no cuenta con el padrón actualizado, significa que el cuerpo electoral del partido es incierto. Significa que no sabemos quiénes son los titulares de derechos y deberes en el partido. Significa, como ocurrió en la práctica, que habrá militantes sin derecho a votar y sin derecho a ser considerados como iguales y como miembros del partido. La identidad del nosotros los democratacristianos quedará mutilada porque no reconocerá a estos militantes. Cuando, por otra parte, aún sin concluir el proceso eleccionario —puesto que para entonces faltaban ocho mesas por escrutar—, el presidente de la falange declara que, «en democracia se gana por un voto; nosotros ganamos por 845 votos», está negando el igual valor que tienen los votos no escrutados a la hora de aplicar la regla del consenso de la mayoría. En democracia se gana por un voto, pero después de haber contado todos los votos. Al ser él, como presidente en ejercicio y representante de la voluntad general, quien le presta legitimidad a esta trasgresión de los procedimientos, lo que se está vulnerando es el pacto estatutario que establece quiénes y cómo deben ejercer el poder en la Democracia Cristiana. Que sus contrincantes hayan reconocido su triunfo, en modo alguno repara el daño causado a quienes fueron despojados de su derecho a elegir y a ser miembros plenos. El abuso de poder se ha consumado al haber sido sobrepasados los límites democráticos instituidos para mantener el poder sometido al imperio de las normas.